Madrid epidural

lapazfe1

La anestesia epidural es uno de esos descubrimientos que deberían ser catalogados como asignatura obligatoria, como una nueva mili. Nadie debería privarse de experimentar el placer de no sentirse el cuerpo de cintura para abajo temporalmente y de que te hurguen la carne sin miedo ni vergüenza. Casi me duermo en aquella camilla de aquel quirófano de hospital público decorado en tonos pastel, en ese lugar de martirio dotado de hilo musical y poblado por alguna médico que, no nos engañemos, estaba bastante buena. Las drogas duras son una puta maravilla, manjar de dioses, aunque te las pinchen en medio de la columna vertebral. Parir debe estar chupado.

Las enfermeras siempre me han atraído, desde el principio de mis tiempos. En una ocasión un enorme alemán tuerto que decoraba su cuerpo con más de una decena de tatuajes, mientras trabajábamos ambos en algún lugar perdido de la meseta norte castellana, removió una piedra gorda de una muralla visigoda con tan mala suerte que la posó sobre mi tobillo. Mi ángel de la guarda apareció de repente y el pedrusco sólo me rozó la tibia sin partirla, pero dejándola maltrecha. Me trasladaron al campo base con mi sucia extremidad dolorida y allí me esperaba la consorte de uno de mis amigos, que nos visitaba aquella semana y que en la vida real ejercía de enfermera. Durante una semana ella me curó las heridas mientras yo deseaba su cuerpo entre silencio y Betadine. Hubo allí un no sé qué click que hubo que controlar por el bien de todos. Hay pocas cosas más erótico festivas que una moza restañándote las cicatrices abiertas. Las enfermeras de día son muy atrayentes, pero las que hacen visitas furtivas por la noche para atender a tu anciano compañero de cuarto provocan un curioso efecto sito entre la admiración y el “ay cordera, que te llevo pa la era”.

butaneroNo había forma de bajar la persiana, y mi primer vecino de catre se empeñaba en dejar un pelín abierto el ventanal para sofocar el calor hospitalario. La ventilación provocaba que respirásemos todo el hollín que flota sobre el nudo norte de Madrid y que escucháramos en todo momento el ruido del insoportable tráfico colindante con la sempiterna autopista de circunvalación. Yo no podía negarme, a pesar de mi tos y de las miasmas que últimamente segrego, a los deseos del de la cama de al lado, porque a una persona a la que le falta una pierna nunca se le debe regatear nada. Él era un tipo admirable, que a causa de su larga experiencia como paciente debería ser nombrado automáticamente ministro de sanidad cuando el PP vuelva al poder. Si Rajoy lo conociese no dudaría en reclutarlo, no creo que ni siquiera el yernísimo Güemes pudiera hacerle sombra como experto en organizaciones sanitarias rentables. Nunca discutí que fuera el portador del mando de la tele. Se pasó los días, hasta que le dieron de alta, dándome ánimos. Él sabía instintivamente que mi cara es claramente de póker, que voy de farol, barruntaba riendo por dentro que mi acojone era del tamaño del Chogori. Sospecho además  que, en algún momento, estuvo a punto de pedir que le pasara el pescado congelado que yo no consumía durante esas comidas carentes de sal. Nunca le niegues nada a un ex repartidor de Butano.

boccheriniLas tragedias cotidianas invaden todos los rincones de cualquier ciudad sanitaria que se precie. Pasé una noche soñando con que el espíritu ectoplásmico de mi padre bajaba, desde la planta catorce en la que cascó, a visitarme para ver algún partido de fútbol juntos en la tele. El butanero pronto se marchó y apareció a mi lado un hombre (con mayúsculas) de ochenta y ocho primaveras que llevaba cuatro días sin probar bocado esperando una operación de by-pass que regara sus sufridas piernas flebíticas. Fue difícil el diálogo con él hasta que decidieron administrarle un poco de nuestra sopa boba.  LLevaba pegada las veinticuatro horas del día una máquina de irrigación que, con sus gorgoritos, hacía imaginar que nos hallábamos sentados sobre la rivera de algún caudaloso riachuelo leonés. El artilugio entonaba sus cánticos chill-out mientras nosotros, la extraña pareja viejoven, asistíamos al espectáculo del fluir de las luces del desbocado río que es el final de La Castellana. Cuando al atardecer el mar de farolas se encendía sobre esa calle autopista que parece el Ródano pasando por Arlés, su luz se colaba imparable por nuestra ventana como un torrente fantasmagórico que me hacía pensar en el Madrid nocturno de mi amigo Luigi Bocherini, en ese Madrid antiguo en el que sólo ardían cuatro candelas alrededor de la cornisa del Manzanares que ahora el episcopado de Rouco piensa dinamitar. Espagueti Bocherini, qué grande eras, qué grande eres. Comprendo perfectamente tu estado depresivo cuando, al enfilar el paseo de Extremadura volviendo desde tu casa de Arenas de San Pedro con tu piara de hijos viudo y arruinado, cuando retornabas hacia esta urbe insana, avariciosa y diletante, pensaste que aquel al que regresabas no era tu lugar en el mundo. Se te vino a la cabeza, como a mí ahora, que esos que dicen que la vida es maravillosa y que el dolor te hace sentir vivo no son más que una panda de gilipollas, o de stronzzos, como tú prefieras que se diga. Si hubieses nacido un par de siglos más tarde habrías conocido esta maldita ciudad gracias a alguna beca Erasmus, que te hubiese permitido viajar desde tu maravillosa Lucca natal, pero hubieses podido volver a tu terruño mediante algún vuelo barato de Ryanair sin tener que esperar tantos años para poder volver a ver la maravillosa plaza del anfiteatro romano. Luigi no hubiese formado parte de ninguna movida madrileña, de ninguna bandada borreguil plagada de envidiosos pseudo artistas, ni se hubiera prostituído poniendo música a ninguna película del Almodóvar decadente, coñazo, pretencioso y repetitivo de los últimos años.

loboEn la música del Madrid nocturno compuesta por el genio de la Toscana no resuenan ecos de Rock ni de Pop, no hay etiquetas. Quizás Luigi parecería un poco hippie con esa peluca a la moda que gastaba, un sucio hippie con mirada de perro como el que ha provocado el destrozo en mi tendón de aquiles. No hay nada mejor para sentir la tragedia humana que lo que transmiten los ojos de un perro, que hablan sin necesidad hablar. Casi siempre hay más conexión con esas miradas primitivas, surgidas no se sabe si del inconsciente colectivo de Jüng o de la sempiterna y gilipollesca fabulación humana, que con el zafio discurso elaborado con sinsentidos que tejemos para escabullirnos de la idea de la muerte, del paso del tiempo o de la soledad. Salí del hospital, me introduje con calzador en un escueto Peugeot 206 y, nada más llegar a casa, me pegué un costalazo al tropezar con el bidé mientras orinaba (meaba). Me quité el esparadrapo que ocultaba el pinchazo de la anestesia y, sobre su superficie, pude adivinar desagradables restos amarillentos de mi médula. Me duelen todos los huesos. Olisqueé mi cama como lo hace mi perra arrimando el hocico a mi sudoroso sobaco para sentirse segura y conseguí al fin dormir un rato al calor de la tele, que funciona a modo de hoguera en la cueva. Para relajarme, intenté provocar sueños en los que imagino que corro por un frío campo lleno de escarcha junto a una manada de lobos que me miran a la cara, con sus penetrantes ojos, como si perteneciese a su clán; me tumbo junto a ellos y me lamen las heridas. Huelo su rastro y me siento en casa, aunque hiele, aunque duela, y ya nada más importa porque puedo dejar la mente en blanco.


<<Tenía mucho frío. Esperó. Reinaba una calma absoluta. Podía ver en qué dirección iba el viento por el aliento que aparecía una y otra vez delante de él. Esperó un largo rato. Luego los vio venir. Trotando y serpenteando. Bailando. Hozando la nieve. Trotando y corriendo y alzándose de a dos en una danza estática y corriendo otra vez.
Eran siete y pasaron a poco más de cinco metros de donde se hallaba. Distinguió sus ojos almendrados a la luz de la luna. Oyó su respiración. Notó su eléctrica presencia en el aire. Los lobos se agruparon, se arrimaron y se lamieron los unos a los otros. Luego se detuvieron. Desencapotaron las orejas. Algunos alzaron una pata a la altura del pecho. Estaban mirándolo. Él no respiraba. Ellos no respiraban. Después giraron sobre sí mismos y siguieron trotando. Cuando llegó a casa Boyd estaba despierto, pero él no le dijo adónde había ido ni qué había visto. Nunca se lo contó a nadie.
>>

gachas@excite.com

~ por Joputa en marzo 21, 2009.

6 respuestas to “Madrid epidural”

  1. Imagino que te ha ocurrido algo, asi que que te mejores pronto. aunque las manos te siguen funcionando. A cuidarse y a seguir con el blog

  2. Si lee mi mujer que parir está chupao te da una ostia como un pan de gorda.

  3. Supongo que la anestesia epidural es la que impide que cojas el teléfono, gilipollas…

  4. me tienes preocupado, no sé si es la vaguería o que estás malo de verdad, a tirar para alante y a mejorarse, escribe algo, que eso alivia.

  5. coño con los madrileños siempre originales en su búsqueda de la próxima dosis… los que van a morir te saludan (haré que los brujos y las brujas del sur combatan tus dolores)… un beso

  6. me uno a los comentarios anteriores, a recuperarse pronto y a volver a escribir, que aunque yo no lo haga te sigo.

    Bicos dende Galicia!

Deja un comentario